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Los
botánicos que lo cuentan, y casi
lo cantan, dicen un elogio enfático de su tronco: se lo llaman "señalado" y "manifiesto" y
así es puesto que luce más el hueso que la hojazón
y no se deja cegar por la cascada barroca de los otros grandulones vegetales.
El griego, que no lo tuvo, lo habría llamado clásico; al
teólogo le conmovería su unidad, salva de toda paganía
pluralizadora.
-Que ésos se pierdan en borbollón de hojas -dirá él-;
yo, de frente a pies, me quedo uno para vivir y morir.
Su segunda
maestría es dar un tronco sin veleidades y que topa
y abre las nubes. El gigantón que hondea en el cielo, convida
a tocar su espinazo, expuesto y cubierto por un pellejo saudadoso -como
diría el portugués-. Por saudade, el memorioso no lo avienta
todo, guarda el "santo y seña" de la edad y queda zurcido
de cicatrices como el pecho del soldado de Maratón.
Del tronco
pitagóricamente recto que le alabamos, arrancan las
ramas, menos rectas que en el pino, un poquito desmañadas, y este
desmaño se marca más con la edad, como en nosotros, árboles
adánicos; y en esto lo aventaja de veras el abeto que no se giba
nunca. Lleva brazos y más brazos de todas las medidas: comienzo
en los sansonescos y acaba en los bracitos de Niño-Dios.
En cualquiera
de sus provincias legítimas, el garboso goza de
luz, de frescura y espacio, y esta regalonería y este balancear
la cabeza en las nubes, no son caprichos sino urgencias: quiere luz,
de tenerla pobre bajo sus cielos ceñudos. Botánicos y leñadores
cuentan su ambición de claridad y desahogo y comentan el caciquismo
con que elimina las plebes vegetales para satisfacer el apetito de sus
raíces y de su ruedo verde. Riñe por la luz, como un bárbaro
germano; su crecer es casi un bracear buscándola como ahogado.
Y a los que le estorban su salto a la copa del cielo, el toqui verde
les destruye poco a poco hasta hacerse en torno un área suficiente
para su "economía" de titán.
Los jardineros
desalientan al nuevo rico que, teniendo un mero jardín,
pretende poseer un alerce. Es pedir un barco almirante para una poza
de agua...
-"Se le enfermará -responden-. Es planta eliminadora; en
este jardincillo se acaba comido del hongo que lo hostiga o se le pone
a hervir de la oruga que lo malquiere".
Y el vanidosillo
tiene que renunciar a su catedral verde; se ha golpeado contra
un señor
feudal que no quiere pasar el caballo enjaezado por puertas mezoquinas.
Después viene su exigencia de frescura. A más crudeza
de clima, más donoso se vuelve y más se encumbra. El aire
de espadas lo tonifica, igual que al reno, y como al hocico del reno,
se le ve humear el resuello cuando, después de semanas de lluvia,
sale el sol y les echa abajo todo el embozo de niebla.
Aunque
nuestro planturoso se dé, por condescendencia, en varias
partes, él escogió como reinos las extremidades del globo,
y con una declaración rotunda, que parece matrimonial, dijo ¡sí!
a la Alaska y a la Patagonia, a las llanuras nórdicas de Europa,
a los Alpes y a los Carpatos, al archipiélago japonés
y a los santos Himalayas.
Si nos
topamos con él en latitudes medias que no son sus costumbres,
es que el prestidigitador hace un truco entre latitud y altura, trepa
y trepa y se crea, allá arriba, una patria de adopción
a falta de las legítimas. La escalera andina lo dejará subir
y más subir hasta que halle las navajas heladas que excitan al
muy corajudo. El buen frío afirma su leño que con desdén
le llaman "craso" en los aserraderos, y lo va volviendo bravo
y duro. El alerce es capaz de dos maderas: la porfiada y la dulce. Tiene
doble ánima, como algunos de nosotros: en su complexión
fuerte, se queda siendo elástico y esta flexibilidad se la cuentan
los constructores como su mejor virtud.
Nuestro "adelantado" marca el límite arbóreo
de los Alpes. Donde él se para y no avanza más, es que
ningún otro alpinista talludo puede seguir: la carrera de las
pináceas se acaba allí; más arriba blanquean solamente
las cumbres calvas. Llegando a estos remates, nuestro pariente se rinde
y se acorta la talla.
Nosotros
los chilenos que vamos busca y busca la Araucaria, al atravesar
los Cautines o los Llanquihues lo pasamos de largo, aunque caminemos
sobre su propio tapiz de agujas exhalantes. Es el juego tonto de "perder
al rey por alcanzar a la reina"...
Pero el
garrido alerce, el garboso alerce, es digno de hombrearse en cualquier
lugar con la "Imbricata", pues tiene sobre ella derechos
de vecindad y tuteo a causa del rango común. Cerro arriba, donde
casualmente medran en falange romana, la vista zigzaguea del uno al otro
y se ataranta entre los dos buenos mozos. ¿Cuál es mejor?
-nos decimos- y casi se oye el coreo de los aludidos. Y aquí no
hay el más y el menos: hay el diferente. Padre alerce es muy otro
que Madre araucaria.
En la
casta patricia que llamamos pináceas, los segundones son
escasos: casi todo es en ella linaje de alto coturno: cedros, abetos,
araucarias, porque la casta alardea de varios gigantes como ocurre con
sajones y eslavos.
Cuando
les consentimos hacer bosque y vivir tribalmente, como Dios los
hizo, es decir, en bosque unánime, entonces el lugar se vuelve
maravilla pura. Los alerces, con sus columnas avanzadas, parecen una
Orden cruzada o templaria; el ejemplar más soberbio resulta Ricardo
Corazón de León y consagra allí la soledad como
una especie visible. Esta soledad mística la he gozado de Patagonia
adentro, dos o tres veces, y entre las multitudes que llevo en el fondo
de los ojos, con gusto o disgusto mío, cargo, ésta sí,
con amor, ese grupo de alerces de sombra dulce, fragante y misteriosa.
Cuando
vivo en trópicos y mesetas, yo saco de mi pecho casi en
manotada -esa "verde oscuridad", ese resuello sombrío
y ancho para que me defiendan de la luz dura que abruma y ciega.
¡Padre
mío patagón, deudo protector cuyas resinas ya no me perfuman
los hombros ni me curan los ojos que eran surcos y amaban la mirada vertical
que ellos dejan caer, su dulce lanzada verde! |
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