Recado sobre el alerce
 
Gabriela Mistral  

El mismo alerce patagónico tal vez nos ha visto en indiada suelta, luego en colonia rigurosa, luego en república, ¡y sabe Dios cuántos trances más nos ha de ver todavía!

No sabemos si fue un alerce el tronconazo que cargó nuestro Toqui, pero bien pudo ser...(*)

 

El árbol-campeón bate tres records: uno de edad, otro de talle, otro de alpinismo y andinismo. Llega a los 60 m., vive hasta seiscientos años, como el abuelo Matusalén, se aviene con alturas de 3.000 metros y su especie roja marca casi con el dedo el límite arbóreo en los Alpes.

 

Treparle con la vista la columna-flecha de su tallo, marea los ojos, y también conturba deletrearle el numeral de la edad. ¡Qué Maratón de longevidad! Él dura, es un tragón que mastica los siglos con una calma búdica.

alerce

Los botánicos que lo cuentan, y casi lo cantan, dicen un elogio enfático de su tronco: se lo llaman "señalado" y "manifiesto" y así es puesto que luce más el hueso que la hojazón y no se deja cegar por la cascada barroca de los otros grandulones vegetales. El griego, que no lo tuvo, lo habría llamado clásico; al teólogo le conmovería su unidad, salva de toda paganía pluralizadora.

-Que ésos se pierdan en borbollón de hojas -dirá él-; yo, de frente a pies, me quedo uno para vivir y morir.

Su segunda maestría es dar un tronco sin veleidades y que topa y abre las nubes. El gigantón que hondea en el cielo, convida a tocar su espinazo, expuesto y cubierto por un pellejo saudadoso -como diría el portugués-. Por saudade, el memorioso no lo avienta todo, guarda el "santo y seña" de la edad y queda zurcido de cicatrices como el pecho del soldado de Maratón.

Del tronco pitagóricamente recto que le alabamos, arrancan las ramas, menos rectas que en el pino, un poquito desmañadas, y este desmaño se marca más con la edad, como en nosotros, árboles adánicos; y en esto lo aventaja de veras el abeto que no se giba nunca. Lleva brazos y más brazos de todas las medidas: comienzo en los sansonescos y acaba en los bracitos de Niño-Dios.

En cualquiera de sus provincias legítimas, el garboso goza de luz, de frescura y espacio, y esta regalonería y este balancear la cabeza en las nubes, no son caprichos sino urgencias: quiere luz, de tenerla pobre bajo sus cielos ceñudos. Botánicos y leñadores cuentan su ambición de claridad y desahogo y comentan el caciquismo con que elimina las plebes vegetales para satisfacer el apetito de sus raíces y de su ruedo verde. Riñe por la luz, como un bárbaro germano; su crecer es casi un bracear buscándola como ahogado. Y a los que le estorban su salto a la copa del cielo, el toqui verde les destruye poco a poco hasta hacerse en torno un área suficiente para su "economía" de titán.

Los jardineros desalientan al nuevo rico que, teniendo un mero jardín, pretende poseer un alerce. Es pedir un barco almirante para una poza de agua...

-"Se le enfermará -responden-. Es planta eliminadora; en este jardincillo se acaba comido del hongo que lo hostiga o se le pone a hervir de la oruga que lo malquiere".

Y el vanidosillo tiene que renunciar a su catedral verde; se ha golpeado contra un señor feudal que no quiere pasar el caballo enjaezado por puertas mezoquinas.

Después viene su exigencia de frescura. A más crudeza de clima, más donoso se vuelve y más se encumbra. El aire de espadas lo tonifica, igual que al reno, y como al hocico del reno, se le ve humear el resuello cuando, después de semanas de lluvia, sale el sol y les echa abajo todo el embozo de niebla.

Aunque nuestro planturoso se dé, por condescendencia, en varias partes, él escogió como reinos las extremidades del globo, y con una declaración rotunda, que parece matrimonial, dijo ¡sí! a la Alaska y a la Patagonia, a las llanuras nórdicas de Europa, a los Alpes y a los Carpatos, al archipiélago japonés y a los santos Himalayas.

Si nos topamos con él en latitudes medias que no son sus costumbres, es que el prestidigitador hace un truco entre latitud y altura, trepa y trepa y se crea, allá arriba, una patria de adopción a falta de las legítimas. La escalera andina lo dejará subir y más subir hasta que halle las navajas heladas que excitan al muy corajudo. El buen frío afirma su leño que con desdén le llaman "craso" en los aserraderos, y lo va volviendo bravo y duro. El alerce es capaz de dos maderas: la porfiada y la dulce. Tiene doble ánima, como algunos de nosotros: en su complexión fuerte, se queda siendo elástico y esta flexibilidad se la cuentan los constructores como su mejor virtud.

Nuestro "adelantado" marca el límite arbóreo de los Alpes. Donde él se para y no avanza más, es que ningún otro alpinista talludo puede seguir: la carrera de las pináceas se acaba allí; más arriba blanquean solamente las cumbres calvas. Llegando a estos remates, nuestro pariente se rinde y se acorta la talla.

Nosotros los chilenos que vamos busca y busca la Araucaria, al atravesar los Cautines o los Llanquihues lo pasamos de largo, aunque caminemos sobre su propio tapiz de agujas exhalantes. Es el juego tonto de "perder al rey por alcanzar a la reina"...

Pero el garrido alerce, el garboso alerce, es digno de hombrearse en cualquier lugar con la "Imbricata", pues tiene sobre ella derechos de vecindad y tuteo a causa del rango común. Cerro arriba, donde casualmente medran en falange romana, la vista zigzaguea del uno al otro y se ataranta entre los dos buenos mozos. ¿Cuál es mejor? -nos decimos- y casi se oye el coreo de los aludidos. Y aquí no hay el más y el menos: hay el diferente. Padre alerce es muy otro que Madre araucaria.

En la casta patricia que llamamos pináceas, los segundones son escasos: casi todo es en ella linaje de alto coturno: cedros, abetos, araucarias, porque la casta alardea de varios gigantes como ocurre con sajones y eslavos.

Cuando les consentimos hacer bosque y vivir tribalmente, como Dios los hizo, es decir, en bosque unánime, entonces el lugar se vuelve maravilla pura. Los alerces, con sus columnas avanzadas, parecen una Orden cruzada o templaria; el ejemplar más soberbio resulta Ricardo Corazón de León y consagra allí la soledad como una especie visible. Esta soledad mística la he gozado de Patagonia adentro, dos o tres veces, y entre las multitudes que llevo en el fondo de los ojos, con gusto o disgusto mío, cargo, ésta sí, con amor, ese grupo de alerces de sombra dulce, fragante y misteriosa.

Cuando vivo en trópicos y mesetas, yo saco de mi pecho casi en manotada -esa "verde oscuridad", ese resuello sombrío y ancho para que me defiendan de la luz dura que abruma y ciega.

¡Padre mío patagón, deudo protector cuyas resinas ya no me perfuman los hombros ni me curan los ojos que eran surcos y amaban la mirada vertical que ellos dejan caer, su dulce lanzada verde!

 
     
  Gabriela Mistral
Revista Sur, abril 1945.
Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.

(*) Alusión a la prueba del tronco a cuesta que volvió cacique al indio Caupolicán.

 

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